Espejo de villanos: marzo 2011

"Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel"

viernes, 18 de marzo de 2011

Refugio: cuento nuclear

Sintió cómo un espeso sabor a óxido se le pegaba al paladar. Quizá ése fuera el sabor de la muerte. En Fukushima se había iniciado la evacuación de todos los habitantes, pero el viejo Yukio había decidido esperar en su casa. Se sentía demasiado viejo como para correr ausentado por el ruido de las sirenas. En la radio, un locutor describía los efectos de la ola. A través de sus palabras, el profesor se imaginaba una cámara que recorría desde el aire los distritos de naves industriales arrasadas y las calles desiertas. Aquello le recordó Hiroshima o Dresde, una atmósfera desolada y anónima que quedaba registrada en la mente como el anhelo fantasmal de algo largamente repetido. Podía distinguir cafés, vagones de mercancía y coches acumulados en el fango. Los periodistas hablaban de rescates, de nacimientos y de muertes. El parte informativo daba paso a las reacciones de los gobiernos extranjeros. El comisario de Energía europeo había mencionado la palabra Apocalipsis. Se acercó a su biblioteca y se hizo con una Biblia que no había vuelto a leer desde que fuera un joven estudiante de Filosofía. Leyó «Yo soy el alfa y la omega» y no pudo evitar una terrible sonrisa.

Aquello no era el Apocalipsis o, al menos, no en su literalidad. El ruido de los helicópteros, cargados de agua, se había colado en su casa. Yukio pegó la cabeza al cristal de la ventana, enfocando con sus prismáticos el cielo blanco nuclear de la mañana, buscando alguno de esos helicópteros, pero estaban fuera de su campo. Por fin entendió el significado de fuera de campo, aquello que su amigo Sakamoto se había empeñado en explicarle con una cámara de ocho milímetros, en Roma, durante las vacaciones del cincuenta y seis. La vida estaba en el fuera de campo. Todo transcurría fuera de los márgenes de su mirada y, sin embargo, aunque no lo percibiera con sus ojos, sabía perfectamente lo que estaba sucediendo. Los helicópteros eran sólo un rumor que iba y venía con más fuerza narrativa que si los estuviera observando con sus prismáticos. La vejez le había enseñado que el campo visual de la vida es día a día más estrecho. Todo va sucediendo fuera de uno con más intensidad, con la intensidad de un reactor nuclear, pensó. El ruido de los helicópteros consiguió calmar la inquietud que provocaba el silencio de un pueblo en ruinas, la misma inquietud de un ciego desorientado.

En la radio, el locutor vivía pendiente del viento. En Tokio había mucho miedo y desconfianza. Yukio ya era demasiado viejo para desconfiar y demasiado inútil para temer. Sabía que la radiactividad se extendía más despacio que el miedo y la desconfianza. En el televisor, un radiólogo explicaba que la dirección y la fuerza del viento son de gran importancia. Si empujaba hacia el Sur, Tokio tendría serios problemas. Evacuar a toda la capital sería una labor titánica. Pero Tokio es algo más que una gran ciudad, sencillamente es un monstruo de treinta millones de habitantes; «Por eso nos fuimos a vivir a Fukushima», se dijo a sí mismo Yukio

Cuando terminó la guerra, Yukio era un joven de veinte años que estudiaba Filosofía en la Universidad de Nantes. A veces pensaba en cuando era pequeño y trataba de imaginarse la nueva centuria y cuánto progreso podría tener en sus manos si lograba atravesar el siglo. El locutor anunció una explosión en el tercer reactor de la central. Yukio volvió a sentir el mismo miedo, la misma extraña superstición que sesenta y seis años antes. Por una parte admiraba los logros científicos, de los que nunca dejaba de sorprenderse, pero la misma sorpresa era una puerta que abría todos los temores. El día que se inauguró la central nuclear, el alcalde de Fukushima le dijo que aquel monumento de la energía no era nada en comparación con todos los prodigios que la nación les tenía reservados. Entonces Yukio sintió la misma sensación de vértigo que ahora sufría con las palabras que se escapaban por la radio. Aquel «déjà vu» le sugería que cuanto mayor era el avance científico, más primitivos eran sus temores. En la radio, el locutor dijo: «La agencia meteorológica prevé vientos del Sur».

sábado, 12 de marzo de 2011

Bardales

A José María Bardales le han dado un premio los muchachos de la Ser. Para ser más correctos, a la Ser le han concedido un Bardales y en nuestra conciencia luce un día de fiesta, porque lo que se premia no es una religión, sino un barrio y una vida que a lo largo de los años nos ha ido restando el miedo con sus homilías, con sus abrazos, con sus gestos.

Vivimos en una sociedad del miedo. Miedo a la vejez, la enfermedad, el fracaso, la soledad, el dolor. Miedo al miedo. Un miedo móvil, que a veces duele en la espalda, en la cabeza, que brujulea en los sueños. Resulta curioso que un ateo como yo encuentre sosiego frente al miedo en las palabras de Bardales. Y esa paz, esa seguridad, ya digo, no procede de ninguna creencia ni de ninguna duda, sino de la templanza y serenidad de un hombre bueno. Hay hombres capaces de apagar la llama fría del miedo arrojando palabras sobre sus ascuas. El miedo, como el dolor, desaparece con la luz, se hace soluble con los ademanes de una vida. Eso, quizás, es lo que nos sucede con Bardales.

José María no es un ser angelical, no es un santo bondadoso, ni beato. Es un hombre redimido por la realidad y por los trabajadores al servicio del pueblo, de su barrio, con todas sus contradicciones y dificultades, y todo su poso crítico que lo hace un tipo imprescindible para Gijón, pero no sólo por bueno, sino por inteligente.

Cuando leo a Bardales, me entran ganas de escribir ese libro a dos manos entre el ateo y el hombre religioso, ver qué sale de ese libro escrito entre el escéptico y el hombre de fe, que se han movido en la heterodoxia y suelen enfrentarse a las jerarquías. Al final, sería el libro de dos hombres de la calle, que viven la ciudad, hacen la ciudad y la escriben semana tras semana en este periódico.

En los funerales he visto yo cómo la vida se quedaba hueca de tiempo, cómo el tiempo se convertía en una herida, cómo el tedio se aliaba a la impaciencia, cómo el miedo saludaba a la tristeza y la vida, de pronto, era un cadáver camino del cementerio. En los funerales, he visto yo a las mujeres llorar espesas de insomnio, a los hombres enmudecer lastrados de sombra. Todos ellos sin esperar, sin buscar, sin pretender, atravesados por el viento y el paso de las horas. Con Bardales, sin embargo, no hay falsas promesas, ni difíciles consuelos. Y el dolor se libera compartiendo la pena. Sabe que sólo el recuerdo mantiene vivos a los muertos, que las obras valen más que los sueños. En ocasiones, me lo encuentro por la plaza Mayor, buscando él la compañía de Peláez o la tertulia de los curas. Entonces observo al cura de barrio, ese que buscó el cielo en la calle y que por eso, gracias a Dios, la Iglesia nunca lo convertirá en santo. Enhorabuena.