Espejo de villanos: octubre 2011

"Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel"

sábado, 15 de octubre de 2011

De Jefferson a Pasolini

«Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a los bancos privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron». Thomas Jefferson.

El viejo perfume a dólar de la isla de Manhattan se pudre en las cloacas de la crisis, mientras bulle toda la populosidad joven y peligrosa de la basca contestataria que ha tomado Wall Street, como una tribu india acampando en la Gran Manzana. El viento rojo de Madrid llega a las esquinas de los rascacielos USA, humanizando toda esa geometría acristalada, inverosímil y fugaz, que es la mejor metáfora de la economía ficticia y funeral de este siglo que principia. El viento rojo, ya digo, se extiende desde Washington Square hasta el barrio de Malasaña, pasando por un Tánger con pipa de kif, una Roma putana o un París que se acerca tibiamente otra vez hacia la socialdemocracia de François Hollande.

Esta juventud robusta y engañada que reclama una democratización de la economía y de la gobernanza llama a los ciudadanos a reapropiarse de la política y asegura que ya son 71 países los que saldrán a la calle el próximo sábado. Hasta la última crisis económica, la democracia era el reino de este mundo, pero sintetizada, empobrecida, resumida a un simple balance de cuentas, de manera que ya no equivalía a una opinión ni a un voto, sino a un eslogan generalmente malo y generalmente repetitivo, similar al que propagan estos días nuestros políticos en vísperas de las próximas elecciones generales. Las masas gritaban no hace muchos años guerra o no guerra en la era Saddam, pero nada decían de la democracia que debiera resolverlo todo. Por fin, después de tanto tiempo, encontramos al viejo pueblo de la calle, gritando más democracia, frente al poder desnudo de la economía, que sigue levantando su carnívoro cuchillo como un rascacielos de cristal.

Con la juventud en la calle, vuelvo a Pasolini, a su soledad interrumpida, real, elegida como un bien, la misma soledad por la que nada tenía que perder y nada que ganar, por la que podía reclamar un discurso nuevo para la juventud en sus alucinadas «Cartas luteranas», aquellas tribunas periodísticas de los setenta que cobran hoy tanta actualidad como entonces, cuando en Italia, pobre, sucia y abandonada, gobernaba la democracia cristiana. «Una vez condenados nuestros hombres de poder democristiano (al fusilamiento, a presidio o a una multa de una lira, con la que, a fin de cuentas, se contentaría cualquier ciudadano), se desvanecería cualquier confusión debida a una falsa y artificial continuidad del poder democristiano. La dramática interrupción de esa continuidad pondría en claro para todo el mundo no sólo que un grupo de corruptos, de ineptos y de incapaces ha sido quitado democráticamente de en medio, sino, sobre todo, que ha acabado una época y a partir de eso debe empezar otra».

Cascos y la rebaja cultural

A Cascos siempre lo veía en Arco, paseando a su mujer monumental, María Porto, que siempre fue una mujer con un Pollock de fondo, entre academias y galerías. En Arco se exponían cuadros de la Malboroug que yo veía porque siempre tenían alguna figura retorcida de Francis Bacon, lo más parecido a Goya, tan moderno como Goya, y algún Pelayo Ortega, que comenzaba a valorarse, hace más de diez años, en las calles de Madrid. A uno, entonces, le llamaba la atención ese interés de FAC por el arte y la rubia, por Bacon y Pelayo, por eso que los intelectuales llaman arte de vanguardia y que es un arte para la inmensa minoría. Con el paso de los años, todo ha cambiado y María Porto, que entonces era un misterio rubio, terminó cerrando galerías e inaugurando sedes políticas en cada pueblo de este extraño país.

Que la cultura ha sido la gran celestina en los despachos y las alcobas de los gobernantes no es nada nuevo. El caso es que la nueva derecha de FAC ha llegado con la recortadora y lo primero que va a trasquilar, señora, son los museos, los festivales, las televisiones, que costaban un Potosí y eran el legado de un socialismo que gastaba sin mirar el bolsillo. A partir de ahora, lo que va a promocionarse en esta santa región es el arte local, así que van a demoler, una por una, cada torre de marfil. El argumento pretende ser montuoso y contumaz. Si no recortamos la televisión, recortaremos en hospitales, escuelas y por ahí todo seguido, hasta que usted se vea obligado a abandonar a su abuela en una gasolinera.

El otro día, Francisco Álvarez Cascos se presentó a los asturianos como un carnicero dispuesto a sajar el presupuesto y dejarlo en los huesos de tanto recortar millones de una y otra partida. La RTPA, el Festival Internacional de Cine, Laboral Centro de Arte y el Centro Niemeyer son algunos de los objetivos que FAC tiene en el punto de mira de su plan de austeridad. La semana pasada decíamos, tras conocerse la muerte por asfixia del Centro Niemeyer, que Cascos quería desmantelar cualquier institución que significara una reminiscencia del pasado de los asturianos. El arecismo ha muerto, parece anunciarnos FAC, en cada comparecencia pública, por más que pretenda negociar a continuación sus reformas en el parlamento, donde sabe que los diputados están esperándole para tirarle una piedra.

Sin embargo, más allá del deseo de liquidar todo lo que construyó el socialismo asturiano en los últimos doce años, lo que se esconde es la pulsión de destruir todo aquello que FAC no puede tener entre sus manos y, de paso, levantar una nueva Consejería de Cultura, sin el lastre de tantos enemigos. En definitiva, aquí de lo que se trata es de controlar la Consejería de propaganda. Y si no se puede, destruirla.

Cada palabra de FAC es como una piedra donde está grabada la voluntad de dejar una huella. Todo el mundo quiere dejar en este mundo algo por lo que se le recuerde: un libro, un árbol, una lápida, una medalla, algo. En el caso de FAC, seguramente nos quedará un retrato en la sede del Gobierno. Todos los retratos presidenciales son malos, desgraciadamente siempre se les queda a todos un aspecto rancio.

A los mecenas del Renacimiento, la Iglesia entre ellos, les sucedió la burguesía consumidora de cultura, desde la Revolución Francesa (lo que más mueve la cultura son las revoluciones), y desde entonces, abolido el príncipe, el artista es el príncipe de sí mismo, como Sartre dijera de Baudelaire. Príncipe o mendigo, el artista, el intelectual, el escritor no debe confundir la inspiración ni la musa con una beca del Ministerio. El señor Vallaure, con su violenta pajarita, no es la musa, sino solamente un funcionario que se pasó siglos encerrado en un museo. Pero la derecha reinona caerá en la tentación de repartir talento y cobrar halagos desde la Consejería de Cultura y la RTPA. Como si les estuviera viendo.

Vallaure y la derecha cañí

El consejero de Cultura, Emilio Marcos Vallaure aseguró hace unos días que el Centro Niemeyer es un proyecto que carece de futuro, en el que se ha invertido una pastizara para algunas exposiciones que, como la de Cristóbal Gabarrón, «no se puede considerar cultura». El Consejero, sin despeinarse la calva, se jugó su reputación ironizando sobre la obra de Carlos Saura, Jessica Lange y Julian Schnable. Toma ya, qué tío.

Sin embargo, tanto catetismo político no debiera asustarnos, a la luz de las ocurrencias que la nueva derecha de FAC está explicando estos días. Marcos Vallaure, que no ha salido de los muros del Museo de Bellas Artes en los últimos cinco siglos, expresaba muy bien esa ignorancia y vesania al enfrentar el Centro Niemeyer con la política conservacionista del prerrománico, que viene a ser lo mismo que mezclar las churras con las merinas.

Mientras tanto, Francisco Álvarez-Cascos se pasea por Madrid. Más resuelto que nunca, nuestro ínclito presidente, el Mahoma de la nueva derecha astur-mesetaria, ha debido pensar que si la gloria no viene a él, será él quien camine hacia la gloria, y todos los días propone un nuevo recorte, un nuevo partido y un parlamentario nuevo, aunque todavía no sabemos cuál, qué ni, mucho menos, quién será el tipo que tenga los arrestos de presentarse por el Foro de Madrid a diputado del Congreso.

Para algunos, la aventura madrileña de FAC es la puesta en marcha de un laboratorio de extrema derecha; para otros, una bravuconada que le inyecta épica a la aburrida historia política de Asturias, más convulsa que nunca, dicho sea de paso, desde que Cascos ganó las últimas elecciones. Creemos que FAC vive una segunda juventud, pues toda juventud necesita una épica que justifique sus pecados. La épica del amor, de la guerra, de la política, y también, por qué no, del rencor. Ya hemos dicho aquí, en otra ocasión, que la política es la épica del siglo XXI, una épica de hombres vestidos de traje gris marengo sin más atributo que el de disponer de las vidas y haciendas de todo el personal. El problema de FAC es que lo suyo, en Asturias, se está convirtiendo, sencillamente, en un desmantelamiento de todo lo que signifique el pasado; y en Madrid no pasa de ser una fanfarronada castiza, cutre y cañí.

El casticismo español es una fiesta que huele a puro y a boñiga de toro, una expresión exagerada del localismo que no conduce a nada, por estar siempre dispuesta a todo. Seguro que Emilio Marcos Vallaure está encantado con la Asturias cañí que nos propone. En cambio, por aquello de mejorar un poco el nivel, se me ocurre que Francisco Álvarez-Cascos, en vez de hacer de florista por las calles de Madrid, debiera recitar «Ricardo III» a las puertas del Niemeyer. El actor Kevin Spacey ofrece esta semana su versión «belle époque» de la tragedia isabelina subido a las tablas del teatro Palacio Valdés. Es probable que Marcos Vallaure crea que eso no se puede considerar tampoco cultura, pero lo cierto es que sí lo es y a muchos asturianos, incluso, les despierta el deseo de contemplar a Cascos gritando aquello de «Mi reino por un caballo» para después recitar las palabras de Richmon: «Ha muerto un perro sanguinario». Pero eso sucede en el último acto, y aquí la sangría sólo ha comenzado.

El nuevo orden

Hace más de treinta años que el franquismo desapareció. Debería estar olvidado o, al menos, desprestigiado. Un nacional-catolicismo como el de 1939-1975 ya no podría tener ningún éxito en España sobre la idea de «Orden» tal como era entonces concebida, al servicio de Dios, la Patria y la Familia. El viejo «Orden» de entonces ha dado paso sucesivamente a otros nuevos hasta llegar al actual, erigido sobre la idea del déficit, como consecuencia de la crisis económica. En Asturias, además, este nuevo «Orden» aparece ligado a conceptos como el de identidad y, más que al de identidad, al orgullo de ser asturianos y, cómo no, al de ser también españoles, lema cansino que Francisco Álvarez-Cascos no deja de repetir en cada uno de sus discursos y pasquines.

El presidente del Gobierno se presenta diariamente ante los asturianos como un hombre demoledor, un fanático de la disciplina y el método, poseedor de convicciones inquebrantables, empujado por la necesidad de ser de una sola pieza. Podría parecer un hombre aferrado a lo absoluto, pero lo cierto es que, en pocos meses, ha convertido Asturias, a fuerza de orgullo y entereza, en una mala caricatura de sí misma, arrojada hacia el abismo. Nos encontramos ante un nuevo «orden», sí, de rostro amable y bonachón, que trata de ser implacable, sin tanques ni sangre, pero que exuda cierta violencia verbal contenida, trufada de clamorosas contradicciones e intencionados malentendidos, que no concede entrevistas ni ofrece sustanciosas declaraciones, pero es prolija en advertencias que suenan a frías amenazas.

El nuevo «Orden» ha resurgido sobre la voluntad del pueblo, concretamente, sobre la voluntad del ciudadano medio, el «qualunquismo», el hombre corriente que mira la política con desconfianza, porque todos se han vuelto cómplices e izquierda y derecha son, sencillamente, etiquetas intercambiables. Sobre la base de esa desconfianza generalizada, determinados actores políticos se han lanzado a ejecutar acciones informativas dirigidas a desprestigiar al contrincante que, en estos momentos, es su principal apoyo.

Hay besos que duelen como dentelladas. Efectivamente, la derecha gijonesa se disputa el electorado y utiliza cualquier arma, incluida la octavilla, que siempre ha sido una hoja volandera que había que perseguir de sombra en sombra y de esquina en esquina cual si de bendita chacra marroquí fuera. La octavilla se caracteriza por criticar a los gobiernos desde los márgenes de la vida, de la calle y de la ley. Las hordas rojas supieron manejarse muy bien con la octavilla. Lo curioso es que sea la derecha gobernante la que abuse de ellas para amedrentar a la otra derecha, la del PP, que busca votos como truchas, en vísperas de unas generales.

Ciertamente, no sé que pensará Carmen Moriyón de todo esto, que vive en una asepsia política tan intensa como la de sus quirófanos, tras verse desautorizada por su secretario general, a la par que senador, Isidro Martínez Oblanca, pero yo comenzaría a sospechar que hay alguien que gobierna esta ciudad, y no es, precisamente, una cirujana. Aunque a Moriyón, ciertamente, creo que eso poco le debe de importar. Ay.

Un cierto aire de familia

El mejor punto de partida para una reflexión es saberse fuera de lugar. Un buen pintor o un director de cine asume la necesidad de distanciarse de su obra para poder dar con el mejor encuadre sobre el lienzo o la pantalla, y ese plano siempre es aquel capaz de vislumbrar al diablo en el más insignificante de los detalles. Cuando el hombre se despierta y se encuentra «en su lugar», su espíritu resulta indiferente y su gesto adormecido. Sólo un sentimiento de frustración, usurpación y privación de lo que anteriormente era suyo le convienen y estimulan, porque la lucidez aparece con todo aquello que se pierde. Me gusta pensar que la FSA adquiere conciencia de la realidad desde que las últimas elecciones convirtieron al partido en un organismo político exiliado. Todo exiliado es un visionario de las circunstancias, indeciso en la espera y el miedo, al acecho de acontecimientos que aguarda y teme. En su seno se discute sobre el futuro y el desencanto, buscando acomodo para ocupar, en el largo viaje que le espera, el mejor asiento de un vagón de segunda clase, desde el que se puede tomar distancia, ver el paisaje y ejercer la oposición acertadamente.

Pero mientras la oposición busca acomodo y articula un nuevo discurso que le sirva para recobrar el crédito perdido entre los electores de la izquierda, descubrimos que los antiguos exiliados de la derecha han tomado el poder local y autonómico con decisión y una cierta neurosis que les impide llegar a ejercer eso que los políticos han denominado diálogo con el resto de partidos políticos y otros agentes sociales. Uno tiene la sensación de que los muchachos del Foro ejercen el poder desde la neurosis que provoca toda represión manifestada con altas dosis de soberbia y escasa voluntad de mantener con los otros partidos algo tan esencial como el acuerdo político. Hay que reconocer que la derecha de esta ciudad ha vivido reprimida durante tres décadas y que su salida a la calle, después de julio, no se iba a expresar exclusivamente con más gomina en el pelo.

A la neurosis del reprimido que logra, por fin, hacerse con el poder se suma la neurosis del eterno amateur, consciente de que no podrá estar a la altura de sus predecesores, acusados de ser descarados y perversos políticos de profesión antes que por vocación. Contra ellos se dibuja el perfil de un hombre nuevo que ejerce honestamente la política desde la impericia. La ingenuidad, la inexperiencia y un arraigado sentido del deber hacia los demás, elevaron a los «vocacionales» hasta el poder. Eran vírgenes y prístinos, puros y limpios. Sin embargo, desde el exilio, lo que nos interesa saber son los rasgos que definen a ese nuevo hombre virginal, un hombre cuya mayor virtud es no tener ninguna, o sea, un político blanco y sin atributos, cuyo reloj político comenzó a contar desde el minuto cero hace unos meses.

Curiosamente, para la nueva derecha asturiana, el auténtico político de vocación es aquel que ejerce una actividad profesional paralela. Y esto es como si la nueva derecha se definiera políticamente por lo que hace al otro lado del foro y no por lo que piensa, dice o ejecuta en los salones del poder. Para la derecha, se es buen político si además de ocupar un cargo público, se ejerce de abogado o de médico, aunque esto suponga una flamante incompatibilidad. El éxito de este planteamiento radica más en la contundencia de su acción política que en los principios morales de imparcialidad e independencia que a lo largo del pasado siglo los constitucionalistas y el Estado de derecho han tratado de incluir en el estatuto de cualquier cargo público, en aras de una mayor transparencia y legitimidad del ejercicio del poder. Contundencia, qué palabra. Quizá sea la que mejor define, por el momento, el efecto político del FAC.

Jorge Espina, portavoz municipal del grupo de IU, ha tildado de facha en alguna ocasión a Carmen Moriyón, la nueva alcaldesa de la ciudad. Me gustaría saber qué entiende Espina por facha, aunque si se refiere al fascismo como un movimiento caracterizado por su falta de ideología, aunque no por su tibieza, el tiempo parece haberle dado la razón en apenas cuatro meses. Arrastrado al ostracismo por la contundencia política del joven político amateur, Espina descubre la palabra exacta que define a la nueva derecha asturiana.

La esencia del fascismo es que no conserva ninguna. El fascismo es un totalitarismo difuso, una colmena de ideas y contradicciones que tan pronto sirve para denunciar a los políticos profesionales como para consagrar a los profesionales que comienzan a vivir, además, de la política y elevar a los altares de los dioses a aquellos que fueron calificados desde sus orígenes como auténticos animales políticos. Ciertamente, el FAC se presenta, desde el poder, como un organismo que conserva el culto a la tradición, mantiene ciertas sospechas sobre la cultura moderna, tachada de peligrosa e izquierdista, busca aliados entre las élites y las aristocracias, atisba un complot planeado contra él por el resto de fuerzas políticas, que el tiempo y el poder han corrompido, barriendo de sus palabras el más mínimo atisbo de credibilidad y, finalmente, trata de conectar su discurso con una gran clase media frustrada como consecuencia de la crisis económica.

A diferencia del nazismo, que era un movimiento totalitario y monolítico, el fascismo, por carecer de una idea política esencial, se ha podido adaptar a cualquier circunstancia. Y es que el término «facha» se adapta a todo porque es posible eliminar de su definición uno o más aspectos, sin que por ello, dejemos de reconocerlo. Si eliminamos de su contenido el colonialismo, le imprimimos un capitalismo radical, un conservadurismo estético, un catolicismo moderado y un regionalismo nacido a la sombra de Pelayo, es probable que obtengamos un nuevo movimiento político de derechas que conserva cierto aire de familia.

Expulsar la socialdemocracia

Para algunos analistas, la Historia ha verificado que las diversas crisis económicas que ha sufrido la civilización occidental sólo se han resuelto a través de una guerra o una revolución. Occidente, desde el Renacimiento hasta hoy, se construyó a partir de un concepto que la Iglesia católica, hasta entonces, había proscrito: el crédito. Hasta entonces, quienes concedían crédito a los ciudadanos, básicamente judíos, eran considerados usureros. Es a partir del Renacimiento cuando el crédito y su reverso, la deuda, anunciaban la posibilidad de un porvenir y, por lo tanto, un futuro. Las diferentes revoluciones y guerras que ha vivido Occidente han acelerado ese porvenir hasta tal punto que planificar nuestra vida para los próximos dos años carece de cualquier crédito. Y sin embargo, necesitamos créditos para salvar otros tantos que debemos. El dinero es más rápido que la vida y esto hace que todo sea impredecible. Acumulamos tantas deudas, que de nada sirven las promesas.

En este contexto, no es una guerra ni una revolución, sino una reforma constitucional propiciada por el PSOE y el PP, la que busca ganarse el crédito de los mercados que amenazan cada día con arrojar nuestro sistema financiero al agujero de la ruina. En cambio, esta reforma nos acerca cada vez más al modelo chino, ese que hemos venido llamando capitalismo autoritario, por dos motivos. El primero, porque la reforma se hace a espaldas de la ciudadanía. El segundo, porque introduce un principio capitalista en la norma fundacional de 1978 que impide cualquier tipo de política keinesiana en el futuro.

Los portavoces de uno y otro partido han tratado de explicar la celeridad de esta reforma desde la urgencia económica, cuando la ciudadanía sólo reconoce el chantaje cometido por los mercados internacionales. Sin embargo, de la medida aprobada en su fase final por el Senado esta semana se desprenden varias consecuencias: la negación de la política y la exclusión de la socialdemocracia -realmente- existente del sistema político español. La limitación del déficit en la Constitución se ha tratado de explicar desde la economía como una medida técnica que trata de generar confianza en los mercados. El Gobierno de la nación ha vaciado el nuevo artículo 135 de todo contenido político y lo ha defendido como la mejor acción política para proteger a nuestro país de una intervención económica.

La sorpresa veraniega de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido una sorpresa radical, pues radical es su abandono de la socialdemocracia. El presidente del Gobierno podría haber escrito en el frontispicio de este artículo el famoso lema de Deng Xiao Ping de los años sesenta, según el cual «poco importa si el gato es blanco o rojo, con tal de que cace ratones». Sin consultar a nadie, el presidente del Gobierno ha instaurado en su partido el Nuevo Laborismo de Toni Blair. Desde entonces, al igual que el Partido Popular, los dirigentes socialistas no se cansan de explicar la pertinencia de la reforma y la necesidad de prescindir de los prejuicios ideológicos, vengan de donde vengan, con tal de evitar que el bono español alcance los 400 puntos que lo abocarían a una intervención similar a la de Grecia o Portugal. Sólo las ideas que funcionan son las buenas y esta, según parece, debe funcionar.

Aquellos dirigentes del socialismo español que aún conservan cierta conciencia social se atreven a predecir que la reforma no afectará al gasto público en educación, sanidad y servicios sociales, pero lo hacen desde una constelación buenista y en el marco de un sistema que los excluye, pues será el déficit y no su conciencia o la necesidad el que decidirá cuándo se gasta demasiado en estas políticas.

Decimos que esta medida supone la negación de la política, porque el verdadero acto político no se circunscribe a cualquier medida que funciona en el contexto de la situación económica existente, sino aquella que transforma la realidad económica para que las cosas funcionen. La verdadera política es aquella que modifica los parámetros de lo que es posible.

Para muchos votantes de izquierda y, sobre todo, del PSOE, la reforma ha significado una violación de los valores de la socialdemocracia. Habían aceptado una ideología que garantizaba un modelo económico basado en un pacto entre el capital y las fuerzas del trabajo y hoy entienden que ese pacto ha sido traicionado. Realmente, más que una traición, lo que se ha producido este verano es una expulsión. La socialdemocracia está fuera del juego político, ha sido excluida del sistema o, lo que es lo mismo, de la Constitución, a través del nuevo artículo 135 y eso puede entenderse como una traición, como una expulsión o también, por qué no, como una liberación. Desde hace unas semanas, los socialistas tenemos más argumentos para estar más cerca de los movimientos asamblearios nacidos el 15 de marzo que de las instituciones que representan la soberanía de los españoles. La socialdemocracia, como ideología, ha perdido rango legal, pero quizá ha conseguido un buen motivo para abrazarse de nuevo al porvenir, que siempre estuvo en la calle y su ciudadanía.