Espejo de villanos: mayo 2011

"Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel"

martes, 10 de mayo de 2011

Gerónimo

Los cables secretos de Wikileaks desvelaron hace unos meses la principal obsesión de los asesores del presidente de la Casa Blanca: matar a Osama Bin Laden. Los mismos cables publicados por la organización de Julian Assange constataban la presencia del líder talibán en Pakistán y la desidia de los servicios secretos paquistaníes en la búsqueda y captura del hombre que encabezaba hasta hace unos días la organización terrorista más peligrosa del planeta. Curiosamente, los mismos cables también registraban la opinión del embajador americano en Nueva Delhi o la convicción de algunos asesores militares en Tayikistán. Todos ellos concluían que más que desidia, el ISI, el siniestro servicio de inteligencia paquistaní, permitía a Osama Bin Laden vivir en libertad.

El pasado lunes, la humanidad conocía la muerte del terrorista saudí. Diez años después de la caída de las Torres Gemelas, el mayor atentado terrorista de la historia, Bin Laden era ejecutado de un disparo en la mansión de Abbottabad, situada a sesenta kilómetros de Islamabad, convertida hoy en lugar de peregrinación. La llamada «operación Gerónimo», desarrollada por veinte soldados SEAL estadounidenses y helicópteros Black Hawk, concluyó con un tiroteo, según informó John Brennan, el consejero para la lucha antiterrorista del presidente de los EE UU, que pondría fin a la vida de Osama. Según Brennan, el cuerpo sería hundido en el mar conforme al rito funerario islámico.

La Casa Blanca anunciaba el miércoles que no publicaría las fotos que certifican el cadáver de Bin Laden porque no las considera necesarias para verificar su muerte y porque al Gobierno de Barack Obama no le gusta enseñar sus trofeos. Al instante surgieron las primeras preguntas: ¿cómo diablos murió?, ¿planteó resistencia? o por el contrario ¿fue una ejecución? La maquinaria de desinformación del Gobierno norteamericano comenzó a funcionar desde el primer minuto. Osama Bin Laden no tuvo oportunidad de defenderse con ninguna arma, pero planteó la suficiente resistencia como para justificar su muerte, explicaba el portavoz de la Casa Blanca, Jay Carney: «La resistencia no requiere de un arma de fuego». Por el contrario, su ambigüedad, el tono con el que siempre se extiende la desinformación, no ha sido esta vez la suficiente para ocultar lo que «The New York Times» confirmaba ayer: la «operación Gerónimo» no dio opción alguna al puñado de guardaespaldas de Bin Laden para plantear batalla frente a los veinte soldados de élite americanos.

El relato de lo que fue Gerónimo es ambiguo y muta al paso de las horas, pero encierra el deseo de muchos americanos que fue vertido, como decíamos antes, en los cables de Wikileaks: la venganza. En cualquier caso, la muerte de Bin Laden pone de manifiesto otros hechos de estremecedora relevancia. El ejercicio continuo de la tortura en cárceles secretas para acceder a confesiones o declaraciones de escaso valor en la lucha contra el terrorismo islámico continúa siendo una rutina en el primer Gobierno de Barack Obama, la opacidad informativa transmitida desde el despacho oval del presidente negro sigue siendo tan ominosa como la de su predecesor. La acción militar al margen de los procedimientos legales se rige bajo la premisa de los hechos consumados. Desgraciadamente, sobre esta pauta, resulta muy difícil aceptar la legitimidad de la muerte del enemigo número uno del mundo. Desde el lunes, ya no podemos saber qué habría pasado si Osama Bin Laden hubiera sido apresado y sometido a un juicio, como sucedió, al menos, con Saddan Hussein o con tantos monstruos nacidos al albur de la pesadilla nacional-socialista, en los tribunales de Nuremberg. En España sabemos muy bien que descabezar una organización terrorista no implica necesariamente su destrucción.

Finalmente, la muerte de Osama Bin Laden también ha servido para reconocer cuál ha sido la actitud del resto de países que participan en Afganistán en la lucha contra el terrorismo islámico y, en especial, la de España. El hombre que lidera la alianza de civilizaciones, José Luis Rodríguez Zapatero, expresaba su posición de forma contundente: «Es muy probable que el destino de Bin Laden sea un destino buscado por él mismo después de su sanguinaria trayectoria». Con este tipo de declaraciones, tiene razón Gaspar Llamazares, nuestro Presidente está irreconocible.

Me gusta José Mourinho

Me gusta Mourinho, quizá porque es un mal perdedor, o un gran perdedor, quizá porque es capaz de comportarse como un hombre vulgar, o porque es incapaz de digerir la derrota, y al mismo tiempo se comporta como un ser extraordinario, cruel y mordaz. Mourinho es un hombre solitario y su orgullo consiste en que uno le trate como un hombre sin orgullo si no quiere lamentarlo. Habla como el hombre de su época, con tosco ingenio, sentimiento de lo grotesco, repugnancia por los fingimientos y desprecio por la mezquindad. Si hubiera bastantes hombres como él, el fútbol sería más honesto y lo suficientemente ameno como para que mereciera la pena hablar de él.

Me gusta José Mourinho, quizá porque aporta al deporte una mirada realista que rompe con el estereotipo del entrenador erudito y carente de emociones (Guardiola), un tipo más humano y cercano al forofo (Inda), capaz de convertir tus pensamientos en un montón de cenizas. Sobre ese sentido realista del fútbol, Mourinho es capaz de tejer una trama política y violenta, urbana y criminal.

Me gusta José Mourinho, su aspecto rudo y gris, porque convierte en oro sus remordimientos y no le teme a nada ni a nadie. Le tiene sin cuidado que los demás sean más elegantes, le resulta indiferente que sus modales sean detestables, y aunque después lo lamente, en el fondo, no le importa que le expulsen del campo porque sabe que el fútbol se juega en las gradas y no en el césped.

Me gusta José Mourinho porque es un revolucionario sin claveles capaz de doblar con su mirada el tronco de un fusil. Me gustan sus gestos y sus palabras, sí, porque crean un marcado contraste entre la humilde apariencia y la integridad personal, porque su ironía revuelve los estómagos de los buenos deportistas, porque consigue amortizar con su fracaso cualquier tipo de derrota, porque convierte destila orgullo y cinismo cuando exprime su locura.

Me gusta José Mourinho porque considera que el escándalo forma parte de la vida social y el fútbol es un mundo que da nauseas. Me gusta Mourinho porque uno sólo puede llegar a pensar eso cuando el negocio consiste en estar de paso. Así que la idea del fútbol que tiene Mourinho es que se trata de un deporte que se pudre cuando tu equipo disfruta rompiendo tibias y a tu estómago se le repiten las victorias. Me gusta Mourinho, lo reconozco, porque cuando gana es un ángel sin alas y cuando pierde un perro al que le sangran las encías. Convierte cada competición en un titular que los demás creen haber leído en alguna parte y después olvidan.

Y sin embargo, a Mourinho, todo el mundo le recuerda.

Guillot: «Álvarez Viña conoció la siderurgia a la perfección y supo resistir para ganar» . Por J.M.Ceinos

El empresario Ramón Álvarez Viña (San Martín de Podes, Gozón, 1928) no pudo asistir ayer, por prescripción facultativa, al Centro de Cultura Antiguo Instituto, donde, a las ocho de la tarde, se presentó el libro que recoge y desvela su vida: «Ramón Álvarez Viña. Testimonio de una época», del que es autor Víctor Guillot Monroy. Pero su ausencia no restó un ápice para que los intervinientes se volcasen en dar el máximo realce a «un acto de reconocimiento a su trayectoria empresarial y humana», como aseveró, al comienzo del turno de palabras, Jesús Menéndez Peláez, director de la Fundación Álvarez Viña.

«Hay muchas enseñanzas que extraer de esa vida, de este libro. La más importante, para mí, es que el verdadero talento empresarial está hecho de honestidad, de constancia, de trabajo riguroso y discreto y de sensibilidad social», escribe en uno de los prólogos de la obra la alcaldesa de Gijón, Paz Fernández Felgueroso, palabras que ayer repitió en el salón de actos del Antiguo Instituto ante numeroso público, los familiares de Ramón Álvarez Viña y el alcalde de Gozón, Salvador Marcelino Fernández Vega.

«Ramón Álvarez Viña. Testimonio de una época» es, como afirmó Víctor Guillot, «un libro periodístico que conjuga todos los géneros que aprendí en LA NUEVA ESPAÑA», para relatar no sólo que su protagonista es hijo adoptivo de Gijón desde el año 2005 (hijo predilecto de San Martín de Podes también desde el año 2000) y que a lo largo de su vida se convirtió en un gran coleccionista de libros, iconografías y otras formas artísticas relacionadas con Cervantes y, especialmente con su obra cumbre, el Quijote»; también para redescubrir a un químico-industrial que, en palabras de Víctor Guillot, «conoció la industria siderúrgica a la perfección y se dio cuenta de que el avance tecnológico era fundamental para el progreso de este país» en los años cincuenta del siglo pasado. En resumen, «se hizo con unos conocimientos que en España no existían», subrayó Víctor Guillot y, al final, fue un personaje que forjó «su carácter más humanista con la Guerra Civil» y «supo resistir para ganar». De ahí que el autor del libro dijera ayer de Ramón Álvarez Viña que es «algo más que un coleccionista», aunque muy importante haya sido la donación que hizo en 2007 de su biblioteca cervantina al Ayuntamiento de Gijón, que actualmente se guarda en el centro municipal de El Coto.

Precisamente, Jesús Menéndez Peláez reclamó un lugar «más específico» para el legado, después de señalar de Ramón Álvarez Viña que «supo crear riqueza conjugando el negocio y el ocio».

Por su parte, Raúl Berzosa, obispo de Ciudad Rodrigo (Salamanca), destacó con cuatro palabras las virtudes del homenajeado: «Humanidad, esencialidad (como vuelta a las raíces), emprendedor y gijonés del alma; un mecenas que es un orgullo para esta ciudad».

Biografía de un pionero. Por M. Suárez

La figura de Ramón Álvarez Viña (San Martín de Podes, 1928) trascendió públicamente cuando donó a la ciudad una colección con más de dos mil ejemplares del «Quijote». El filántropo eclipsó al emprendedor, al empresario que fue pionero de la industria siderúrgica moderna. El libro «Ramón Álvarez Viña. Testigo de una época» reivindica, a modo de homenaje, la importancia de toda su biografía.

«Tiene una trayectoria que merece ser documentada. Es un hombre que empezó desde cero, que se forjó a sí mismo. Un cazador de oportunidades que ha sabido domesticar el dinero y no ha sucumbido a la ambición», resume el autor del libro, Víctor Guillot. «Creó empresa con unos principios radicalmente distintos de los que abundan en la economía actual. Quienes amasaron fortunas a velocidad de crucero ahora muerden el polvo. Él ha sobrevivido a la crisis del petróleo y la crisis inmobiliaria con una industria sólida basada en la inversión tecnológica y el esfuerzo», encadena.

Álvarez Viña revolucionó los laboratorios de la antigua Uninsa, luego Ensidesa, y fue el precursor de protocolos que permitían controlar la calidad de los materiales, cuando la industria se regía por sistemas pasados de siglo. En España todo estaba por hacer y él buscó en Europa nuevas ideas para construir la economía del país. «Nunca cerró una puerta, aunque tampoco fue cómplice del régimen; resistió para ganar», matiza Guillot.

Tras la muerte de Franco, el empresario inicia «un nuevo proceso vital», vinculado a la firma Plibrico, que ahora forma parte de la multinacional Calderys Solutions. Esta industria líder en materiales refractarios monolíticos tiene su sede española en Tremañes. Guillot apunta: «Ramón Álvarez Viña se plantea la empresa con espíritu cervantino, como un reto, como una aventura. Para él y para los otros, porque crea empleo y cubre un espacio económico que nadie estaba desarrollando».

Su libro, promovido por la Fundación Álvarez Viña, es el resultado de seis meses de trabajo. El material recabado se traslada al papel «desde la premisa periodística más americana», explica Víctor Guillot, que ha recurrido a todos los géneros posibles, desde la crónica a la entrevista -se incluye una amplia conversación con el protagonista-, para condensar 82 años de recuerdos, vivencias y realidad histórica.

A la superficie no sólo sale el Ramón Álvarez Viña empresario. O el devoto del hidalgo de La Mancha que ha movido los molinos de la literatura española. Guillot también bucea bajo la discreción de la persona. «Tiene grabado a fuego los bombardeos de la Legión Cóndor. Y está muy marcado por la muerte de su padre, cuando él tenía 4 años», son las pinceladas de algunos de los episodios más personales que se detallan en el libro.

La biografía de Álvarez Viña, hijo predilecto de su pueblo natal e hijo adoptivo de Gijón, se presentará esta tarde en el salón de actos del Antiguo Instituto Jovellanos. En el acto, que comenzará a las 20.00 horas, intervendrán la alcaldesa de Gijón, Paz Fernández Felgueroso; el director de la Fundación Álvarez Viña, Jesús Menéndez Peláez, y el propio autor del libro. Se espera la presencia del homenajeado.

«Su educación espartana y su discreción lo alejan de la escena pública, pero bien merecería una medalla de oro al Mérito en el Trabajo», defiende Víctor Guillot, ahora que conoce en detalle la trayectoria de uno de los empresarios más representativos de Asturias.

Carta a «Voxpopulis»

Querido «Voxpopulis»: Menuda has liado esta vez. Cómo molas, tío. Después de leer la noticia que firmaba Chus Neira en este periódico ayer, he pensado que eras un tipo legal. Hay un mundo en que legal es el delincuente que hace bien su trabajo. La palabra alcanza valor y sentido cuando se vacía todo su contenido jurídico y administrativo, periodístico y criminal y se aplica a un hombre vivo, actuante, culpable, heroico, revolucionario. Has vuelto a llenar de contenido un adjetivo desde el lado marginal de la vida, desde la insurgencia que es internet. Legal vuelve a ser un vocablo lleno de movimiento (como si fuera un verbo) y es un hombre el que lo habita.

No tardarán en decir que eres un delincuente, un pirata que abusa de su poder infiltrándose en las comunicaciones privadas de los funcionarios de una institución. Pero para la mayoría de los ciudadanos eres un tipo legal. Yo diría que eres un romántico que actúa hasta las últimas consecuencias, el tipo legal que no tenía detrás de sí sino una genealogía subversiva de internautas que, de pronto, iluminan la verdad, desde el crimen.

Con tu acción confirmas lo que el lector ya sospechaba, que en el Ayuntamiento de Oviedo hay maturranga con el «caso Villa Magdalena». Pero la relación entre escándalo político y confianza política está mediada por la atmósfera cultural e ideológica en la que estalla la noticia. Quiere decirse que a nadie sorprenden los negocios, trapicheos y cachondeos que hay en Oviedo, quizá porque hay una especie de «spleen», de niebla, de cansancio del escándalo que reduce el impacto de la información. Lo irónico de todo esto es que los medios de comunicación corren el riesgo de verse desacreditados cuando desempeñan un papel en la propagación de los escándalos y la deslegitimación de las instituciones. De modo que la noticia, colega, querido «Voxpopulis», eres tú. El mensaje es el medio y tú has conseguido, a través de internet, remover de sus asientos a unos cuantos funcionarios que se desayunaron la prensa con los calzoncillos manchados.

Gabino y los suyos han levantado una oligocracia, una oligarquía que gobierna. Gabino, que dio muy bien el salto del caballo doméstico al caballo histórico y logra, como en las malas películas de vaqueros, engañar a los indios cada cuatro años. Pero entre todos siempre hay un piel roja al que nada ni nadie consigue meter en cintura. Así que al leer tu noticia, me ha venido a la mente la figura de Julian Assange, la sombra de Wikileaks y de toda la basca de Anonymous. Como ellos, pones en evidencia que la información es poder y que en el siglo XXI ya no es de unos pocos, sino de todos. La acción vuelve a cobrar sentido en internet, donde siempre es de noche y los corruptos duermen abrazados a la impunidad.

Me gusta pensar que mañana volverás a actuar contra la oligocracia ovetense, que tus mensajes serán otro nuevo calambrazo en el sistema nervioso del Ayuntamiento, los mismos que convierten en oro, para nuestros ojos, cada uno de sus remordimientos.

Romántico que desacredita la realidad

El cielo colgado del tendal, la pajarita de papel que sueña con ser una oca, la luna en el desván y el caballero que pisa la sombra del absurdo mientras se fuma una pipa. La pipa es el arma con la que el intelectual dispara ráfagas de vida. La pipa de Hulot/Tati es la impersonalidad del hombre feliz que vuelve del revés la vida como un calcetín. Me gusta pensar que Rodolfo Pico es un pensamiento en imágenes, un flanneur que captura colores y geometrías como quien sale a buscar mariposas. Practica un pop lírico ordenado y sereno, alegre y divertido, un tanto surrealista y capaz de subvertir el mundo con la misma eficacia que un Magritte.

Hablamos de Rodolfo Pico, porque desde hace tres semanas expone nuevos cuadros junto a las fotografías de Carlos Casariego en la galería de Gema Llamazares. «Gijón-La Habana» es un diálogo entre Casariego, que se ocupa de descubrir la luz que ilumina las esquinas de Gijón, y Pico, que ocupa sus pinceles desvelando el chamanismo que ensombrece la capital de Cuba.

Lo que más me interesa de Rodolfo en esta ocasión es su capacidad para inventarse o crear una Habana en la que se reconoce sin haber estado en ella. Como en otros trabajos, vuelve a desacreditar la realidad, acertando con una ciudad que nunca pisó. En cualquier caso, el lirismo de La Habana le llega Pico por transmisión oral y familiar, y el suyo no deja de ser un relato tan válido y eficaz como el de cualquier otro viajero que selló su pasaporte.

Los maestros del diseño, el cartelismo, el pop, la poesía virtual y el arte objetual le deben mucho a Magritte. En España hay tres pintores que siguen su senda: Úrculo, Arrollo y, sobre todo, Pico. Úrculo explota la épica negra del cine, abusando del sombrero y la gabardina en todos sus cuadros. Eduardo Arroyo tiene ademanes de Goya y es el más expresionista. Quizá porque procede del periodismo, se le adivina hasta la hora en que pintó un cuadro, cuya historia el espectador debe escribir. En cambio, el más lírico, el más poeta de todos ellos es, sin duda alguna, Rodolfo. Su pintura es cerebral y reflexiva y, al igual que el pintor belga, juega a introducir lentamente el terror o la alegría en las habitaciones tranquilas o en los domingos vespertinos del bosque, de modo que nunca sabemos si el tema del cuadro está dentro o fuera.

Rodolfo se sabe un romántico, capaz de llevar su pintura hasta las últimas consecuencias. Decíamos antes que le gusta desacreditar la realidad. Habría que añadir que con su pintura trae consigo una realidad de gato bardo, a través de cuyos ojos se refleja la vida de otra forma. Pico sabe alterar un factor mínimo de nuestra rutina, con lo que todo el conjunto simétrico, toda esa geometría se desnivela y nos da otra cosa. De esta manera, adquirimos un nuevo significado capaz de estremecer nuestra conciencia de clase media, la que anhela un equilibro acechado siempre por los peligros del sinsentido, la bartorela o el suicidio de los ángeles.

Cioran, Gadafi y Zapatero

Se cumplen cien años del nacimiento de Cioran, nuestro Nietzsche del pasado siglo XX, un rumano lúcido y desesperado, que logró convertir la nada en el paraíso de los suicidas. Escribía un francés absurdo y brillante, preñado de sentencias e ironías clavadas en la tierra, como señales que nos indicaban el mejor camino hacia el abismo.

Estos días pienso qué habría dicho Cioran de Gadafi, de Libia y de la guerra santa. A fin de cuentas, la guerra es la explosión militar de una ideología. «Es estúpido imaginar que la verdad dependa de una elección, cuando, en realidad, toda toma de posición equivale a un desprecio a la verdad. Por desgracia, elegir, tomar una posición es una fatalidad a la que nadie escapa; todos debemos optar por un error, como convencidos a la fuerza, enfermos, agitados que somos».

Con un lenguaje más ratonero, los grandes líderes mundiales y otra recua de escritores que no son Cioran nos enfrentan al abismo de una guerra que no compartimos. El que anuncia catástrofes o genocidios, como ahora hace Zapatero, lo hace con tantas ganas de continuar en la política que no lo vemos nada asustado por las conspiraciones de sombra que rondan en el mausoleo monclovita. El periodista, el diputado y el intelectual de este siglo posmoderno y desestructurado viven de anunciarnos el fin del mundo, la catástrofe mundial, el fundamentalismo medieval, lo que vuelve, el viejo fascismo español cuyas banderas ondean los genoveses del Partido Popular.

El siglo XXI sufre una inflación de catástrofes. La catástrofe se escribe en un café de París, como Cioran, o en un puticlub de carretera, como el 11-M. Cioran se convirtió en el heraldo rumano de la muerte. Quería liberar al hombre de su destino y comprendió que la mejor forma de hacerlo era matándolo. Curiosamente, sólo veía la salvación en la muerte de los otros.

La intervención militar de España en Libia no tiene mayor credibilidad que el pesimismo lírico de Cioran. Resulta curioso que nos hablen de Gadafi como un monstruo que devora cruelmente a sus hijos. Hasta ayer, el viejo dictador libio era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta, y todos lo invitaban a pasease con sus vírgenes suicidas por las capitales de medio mundo. La prensa de hoy nos habla de masacres en Bengasi, de genocidios, pero nadie ha visto correr una sola gota de sangre inocente en un fusilamiento pintado por Goya. De los rebeldes no sabemos quiénes son ni qué representan. Confunden revoluciones con revueltas, intervenciones militares con guerras preventivas. Como Cioran, todo termina siendo una confusión, asimilada al aire extraño que se respira.

Que vienen los libios, que viene Gadafi. Todo loco ve fantasmas en el corredor de su propia muerte. Cioran veía fantasmas en las calles perfumadas de París. Zapatero, ajeno a la muerte política que se le avecina en Madrid, extiende su mirada hacia Trípoli. Pero en todo este merecumbé, algo me hace pensar que quienes apoyan esta «revolución» no son más que instrumentos criminales que, lejos de cambiar los acontecimientos, sufren, por el contrario, su curso.

Dulce derrota

En algún momento, José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba cruzarán una seria mirada, tan silenciosa como expresiva, que determinará el futuro de los dos. En ese instante perfectamente épico y con grandes dosis de dramatismo es probable que el primero comunique su renuncia a continuar ocupando el despacho presidencial en el palacio de la Moncloa y el segundo proclame su voluntad de salvar los muebles del partido en las próximas elecciones generales. En ese espacio de tiempo, dos formas de entender la política y el mundo se darán por fin la espalda y dará comienzo una nueva aventura sobre la que se verterán ríos de tinta. Pero hasta ese instante, habremos visto dos actitudes políticas antes que dos filosofías enfrentadas que, por momentos, desconfiaban la una de la otra, cuando no se admiraban. El joven Zapatero que llegó a secretario general actuaba impulsado por los sueños y contagiaba grandes dosis de ilusión entre sus votantes. En cambio, su ingenuidad e impericia solían derivar con frecuencia en un optimismo antropológico que le alejaba del sentido real de la política y de su electorado. No tenía en cuenta el valor de los hechos. Decía Winston Churchill que los hechos valen más que los sueños. Con la contundencia de los hechos actuaba Rubalcaba, por naturaleza sofista e infinitamente mucho más pragmático. Su acción política se desliza como una serpiente a ras de suelo (Alfonso Guerra lo sabe muy bien). Sus actos se dejan guiar por el rastro que dejan la ambición y otras miserias del ser humano, antes que por la buena voluntad y las promesas.

Pensamos en todo el tiempo que ha transcurrido desde que Rubalcaba asumió el cargo de vicepresidente, apenas unos meses, y observamos que se confía a Rodríguez Zapatero con extraordinaria solicitud desde el primer momento, pero no se entrega en sus manos. Actualmente, no toma parte en las opiniones del resto de sus correligionarios en la carrera sucesoria, impacientes por el comienzo de la campaña con la proclamación de otro candidato, pero cada gesto que realiza se convierte en la mejor ocasión para eclipsar a su jefe.

Tras abandonar el despacho, el Vicepresidente reconocerá el horizonte de la derrota. Algunos recordamos la «dulce derrota» del 96 que abrió las puertas del poder al Partido Popular y convirtió a Alfredo Pérez Rubalcaba en el portavoz parlamentario del Grupo Socialista en el Congreso de los Diputados durante mucho tiempo. A lo largo de ocho años en la oposición, unas primarias frustradas y dos secretarios generales, Rubalcaba fue el hombre que garantizaba la continuidad del felipismo en el Partido Socialista. Dos victorias consecutivas y siete años en el poder auparon a Rubalcaba hasta el Ministerio del Interior y ahora a la Vicepresidencia del Gobierno. Pues bien, la pregunta que debemos hacernos en estos momentos es la siguiente: ¿Es justo señalar que la continuidad del felipismo supuso la continuidad del Partido Socialista en todo este tiempo? Las próximas conspiraciones nos darán una respuesta si Alfredo Pérez Rubalcaba decide ser el candidato.