Espejo de villanos: Bardales

"Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel"

sábado, 12 de marzo de 2011

Bardales

A José María Bardales le han dado un premio los muchachos de la Ser. Para ser más correctos, a la Ser le han concedido un Bardales y en nuestra conciencia luce un día de fiesta, porque lo que se premia no es una religión, sino un barrio y una vida que a lo largo de los años nos ha ido restando el miedo con sus homilías, con sus abrazos, con sus gestos.

Vivimos en una sociedad del miedo. Miedo a la vejez, la enfermedad, el fracaso, la soledad, el dolor. Miedo al miedo. Un miedo móvil, que a veces duele en la espalda, en la cabeza, que brujulea en los sueños. Resulta curioso que un ateo como yo encuentre sosiego frente al miedo en las palabras de Bardales. Y esa paz, esa seguridad, ya digo, no procede de ninguna creencia ni de ninguna duda, sino de la templanza y serenidad de un hombre bueno. Hay hombres capaces de apagar la llama fría del miedo arrojando palabras sobre sus ascuas. El miedo, como el dolor, desaparece con la luz, se hace soluble con los ademanes de una vida. Eso, quizás, es lo que nos sucede con Bardales.

José María no es un ser angelical, no es un santo bondadoso, ni beato. Es un hombre redimido por la realidad y por los trabajadores al servicio del pueblo, de su barrio, con todas sus contradicciones y dificultades, y todo su poso crítico que lo hace un tipo imprescindible para Gijón, pero no sólo por bueno, sino por inteligente.

Cuando leo a Bardales, me entran ganas de escribir ese libro a dos manos entre el ateo y el hombre religioso, ver qué sale de ese libro escrito entre el escéptico y el hombre de fe, que se han movido en la heterodoxia y suelen enfrentarse a las jerarquías. Al final, sería el libro de dos hombres de la calle, que viven la ciudad, hacen la ciudad y la escriben semana tras semana en este periódico.

En los funerales he visto yo cómo la vida se quedaba hueca de tiempo, cómo el tiempo se convertía en una herida, cómo el tedio se aliaba a la impaciencia, cómo el miedo saludaba a la tristeza y la vida, de pronto, era un cadáver camino del cementerio. En los funerales, he visto yo a las mujeres llorar espesas de insomnio, a los hombres enmudecer lastrados de sombra. Todos ellos sin esperar, sin buscar, sin pretender, atravesados por el viento y el paso de las horas. Con Bardales, sin embargo, no hay falsas promesas, ni difíciles consuelos. Y el dolor se libera compartiendo la pena. Sabe que sólo el recuerdo mantiene vivos a los muertos, que las obras valen más que los sueños. En ocasiones, me lo encuentro por la plaza Mayor, buscando él la compañía de Peláez o la tertulia de los curas. Entonces observo al cura de barrio, ese que buscó el cielo en la calle y que por eso, gracias a Dios, la Iglesia nunca lo convertirá en santo. Enhorabuena.

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