Espejo de villanos: Cuento de Navidad

"Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel"

jueves, 30 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad

Maxwell cogió las llaves, el teléfono y el mando a distancia del garaje. Comprobó que su cartera estaba en el abrigo colgado de la percha, junto a la entrada. Cerró la puerta tras girar la cerradura en cuatro ocasiones y se introdujo en el ascensor pensando que se había dejado la luz encendida.

El sol estaba bajo y percibía que el aire sabía casi a limpio. Maxwel avanzaba hacia el hospital otro viernes más, dispuesto a trabajar en su última urgencia. Tenía un rostro alargado y rubicundo, una nariz grande, un mostacho que recordaba al de un viejo explorador y una calva prominente, oculta tras un gorro de visera que le confería un aspecto británico. Tenía sesenta y tres años. Había envejecido en los quirófanos, tejiendo colgajos, juntando arterias, desbrozando tejidos necróticos, recomponiendo cuerpos humanos.

El tiempo transcurre a gran velocidad cuando estás en el quirófano. Veinte años antes, asumía que ciertos accidentes no se podían resolver porque no se tenía conocimientos ni medios. Una vez superado el accidente agudo, Maxwell trabajaba sobre las secuelas paulatinamente, a lo largo de meses y años. Pero el día antes de su jubilación ya no era así. El experto cirujano intentaba dejar a sus pacientes lo mejor posible en el primer golpe. Después de tanto tiempo, aún le asombraba que la cirugía hubiera evolucionado tanto. Maxwell decía que el tiempo se había condensado prácticamente en un solo gesto, en un solo corte. Al menos, esa era la sensación que tenía, aunque hubiera estado en el quirófano más de diez horas. Después, cuando salía de una operación, sentía cómo todo se lentificaba, percibía que todo iba más despacio, como una película rodada a cámara lenta. Al llegar a casa, le preguntaba a su mujer qué día era. No sabía si había pasado un minuto o una hora.

Maxwel era director del área de cirugía plástica del hospital general de Londres. Se enfrentaba a las urgencias con pasión. A sus colegas les explicaba en los congresos que la urgencia estimulaba su imaginación. «Debes echar mano de todos los recursos culturales de que dispones para saber solucionar un caso. Eso implica agilidad e improvisación». En ocasiones, le gustaba compararse con un músico de jazz. «Repasas la partitura en diez o quince minutos y después ejecutas».

Tras dejar el maletín en su despacho, se dirigió a la sala de quemados. En la habitación 301 descansaba un paciente con quemaduras en más del cincuenta por ciento de su cuerpo. Mientras caminaba por el pasillo recordaba el protocolo: le diría que el hombre soporta lo que le echen, que el proceso de adaptación es asombroso. Pero en su larga experiencia como cirujano sabía que no había sufrimiento más dramático que el de un quemado.

El informe médico decía que era un minero nacido en Southapton. Una explosión de grisú y todo se fue al traste. El muchacho tenía veinticinco años y no era seguro que salvara sus piernas. Estaba aislado de los demás pacientes mientras el equipo de cirugía plástica observaba su evolución. Maxwel había escrito en una ponencia que los quemados tienen una sensación de muerte inicial tan agresiva, que viven el accidente con absoluta lucidez. También había escrito que la soledad aumenta el dolor agudo de las víctimas. Nadie mejor que un quemado para escribir sobre la muerte.

«Pero una vez que aceptas el dolor, construyes la vida», dejó escrito en su diario. Lo volvió a leer, antes de recoger sus cosas del despacho. Quizá esa era la única lección que había aprendido en cincuenta años encerrado en un hospital. Antes de cerrar la puerta de su despacho, volvió a leer su nombre grabado en la placa de su puerta: John W. Maxwell. Se fue en silencio, creyendo que todo su esfuerzo carecía de valor si no era para que otro pudiera seguir el camino en el punto exacto donde él lo había dejado.

Le gustaba pensar que el conocimiento sólo tiene sentido si a través de él era capaz de ofrecier a los demás la oportunidad de comprender todo aquello que había sufrido y los demás le concedía la oportunidad de asimilar lo que habían sufrido ellos. De esta forma, aceptaba que su vida era un eslabón de la cadena humana sin gran dramatismo. Una vez que aceptaba el dolor, construía su vida.

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